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“Tú eres eso”, una muestra de 22 imágenes

El músico expone una serie de fotos de paisajes. Los procesos creativos, dice, se parecen.

Sin probar sonido. Pedro Aznar con una serie de fotos. Un estreno diferente a los de siempre. /NESTOR SIEIRA

Sin probar sonido. Pedro Aznar con una serie de fotos. Un estreno diferente a los de siempre. /NESTOR SIEIRA

 Julieta Roffo

En no más de una hora empezará a llegar la gente. Pedro Aznar camina por la sala de la presentación, revisa los detalles, y piensa –bromea– en voz alta: “Es la primera vez muestro algo nuevo y no tengo que probar sonido”. Esta vez, su escenario no es el de un teatro ni el de un estadio, sino la sala 8 del Centro Cultural Recoleta. Para esta ocasión no tuvo que armar una lista de dos o tres horas de música, los bises incluidos, sino que eligió 22 fotos para que cuenten una historia en la muestra Tú eres eso. Esta vez, Aznar es fotógrafo.

En realidad, cuenta el ex bajista de Seru Giran, lo de andar cámara en mano viene desde hace tiempo: “Saco fotos desde que tengo unos 20 años –ahora acusa 54– con distintos grados de seriedad. En algunos casos era apenas para rescatar un momento personal pero en otros eran tomas más elaboradas, con trípode y exposiciones largas, haciendo juegos con la luz, experimentando”, cuenta. Así como sistematizó su técnica musical en la Escuela de Berklee, estudia fotografía: Diego Ortiz Mugica es su maestro, además del encargado de retratarlo en sus conciertos.

De las 22 fotos que se ven en la muestra, 18 están en blanco y negro y sólo cuatro fueron impresas a color: “Creo que el blanco y negro tiene una elegancia muy especial y que se centra en la luz; cuando no aporta algo intrínseco a la imagen, me parece que el color distrae”, dice Aznar, que se detuvo en rutas y paisajes patagónicos, bonaerenses, mendocinos y hasta australianos para hacer sus tomas, cosecha 2013/2014.

En las fotos –que, según su tamaño se venden por 9.000 o 10.000 pesos– puede haber un pedacito nevado y cuyano de la Coordillera de los Andes, una sierra agachada por la erosión cerca de Tandil, la espuma rabiosa de un caudal de agua que corre rápido mientras se choca con las piedras del fondo, o el detalle de un tronco añoso de árbol, pero ni un ser humano: “La intención es que uno esté ante eso que muestra la foto, de ahí surgió el nombre de la muestra; es algo que te señala ‘esto que se ve ahí es lo mismo de lo que estás hecho vos’”, señala Aznar que, como si nombrara canciones, fue titulando las fotos a medida que las iba pasando y con lo primero que le venía a la cabeza. En 1986 hizo lo mismo pero al revés: un disco se llamó Fotos de Tokyo.

Es que algunos procesos creativos de la fotografía se parecen a los de la música, dice el artista: “El fotógrafo Ansel Adams decía que el negativo es la partitura y la copia final es la interpretación; es así porque cuando componés estás escribiendo una serie de notas pero la obra se completa cuando son expresadas. Y cuando hacés la toma, en fotografía, estás componiendo, eligiendo qué vas a poner, y en el revelado, en este caso digital, ves el resultado final, y nunca es dos veces igual, como cuando tocás una canción”. Editar una imagen es como arreglar una canción: “Termina en el momento en que si lo mejorás, lo empeorás”. En las fotos asoma el mismo perfeccionismo que se escucha en sus discos, la prolijidad vertiginosa con la que toca Eiti Leda o Mientes: son paisajes, pero es Pedro.

 

 

 

>> Clarin.com  01/07/14  Pedro Aznar fotógrafo: como hacer canciones, pero con luz.

 

El Centro Cultural Recoleta del Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, presenta la muestra “Tu eres eso”, fotografías de Pedro Aznar, que tendrá lugar el día jueves 19 de junio a las 18 en la sala 8.

El artista Pedro Aznar conocido por su obra musical y poética. Con esta exposición se conocerá una nueva puerta de su mundo creativo, la fotografía.

“Tu eres eso”, nombre de la exposición, es la célebre frase Vedanta “Tat tvam asi”, que nos recuerda que todo lo que tenemos a nuestro alrededor está hecho del mismo material que nosotros, fugaz en apariencia e inmortal en esencia.

La muestra constará de 36 fotografías, en su mayoría en blanco y negro, que nos envuelven en una mirada involucrada. Un libro de viaje que revela, a través del paisaje, un espíritu conmovido que narra los encuentros con el asombro. La naturaleza y el espacio interior en espejo y en diálogo.

Inauguración: jueves 19 de junio 18 hs.
Cierre: domingo 3 de agosto
Sala 8

Horarios: de martes a viernes de 13 a 20 hs.
Sábados, domingos y feriados de 11 a 20 hs.

CENTRO CULTURAL RECOLETA | DEPARTAMENTO DE PRENSA
Junín 1930 | Tel. 4803-1040 int. 203, 106 y 210
prensa@centroculturalrecoleta.org |www.centroculturalrecoleta.org

 

NO ME ARREPIENTO DE ESTE AMOR

FOTOGRAFIA Un día de 1989, su amigo Jorge Guinzburg lo llamó para ver si podía hacer unos retratos del entonces ascendente grupo Las Primas. Y así, con ese encargo al borde del ruego, comenzaría una larga y fructífera relación entre Silvio Fabrykant, arquitecto devenido fotógrafo, y los artistas de la cumbia y la movida tropical, relación que aún persiste. Por estos días, Fabrykant exhibe en el Centro Cultural Recoleta una atendible cantidad y variedad de esas fotografías realizadas en su estudio y que permiten hacer un recorrido alegre, triste, melancólico y vital por rostros y nombres de la cultura popular, de Gilda a Antonio Ríos, de Volcán a Leo Mattioli y Pocho La Pantera. Y de los años noventa a nuestros días.

Imagen: Catalina Bartolome

> Por Fernando Bogado

Hay dos formas de entrar a la muestra que por estos días se está llevando adelante en el Centro Cultural Recoleta. Digamos, dos maneras diferentes de mirar el trabajo expuesto por Silvio Fabrykant bajo el título de Movida y tropical: 100 + 1 fotos de la cumbia argentina. Una puede ser la mirada pseudo-antropológica o sociológica que encuentra en las 101 fotografías de bandas y solistas de la cumbia nacional los síntomas de un fenómeno cultural, las muestras de una estética y la posible interpretación de una música que suele ser identificada como de los sectores populares, por qué no, una expresión plebeya de las “masas”. La otra mirada, la más válida, suponemos, es la que realmente prima en los retratos individuales o grupales que Fabrykant viene llevando adelante desde finales de la década de los ochenta hasta la actualidad, es la que encuentra en esa colección de rostros y miradas de alegría o de inocencia, miradas perdidas que le esquivan a la cámara o se comprometen totalmente con la pose de estrella, retratos estrictos de una época, de un trabajo –que es una manera de vivir esa época– que parece emerger de un suspiro presente en cada imagen detenida, como si Fabrykant hubiera logrado atrapar a sus retratados en plena inspiración. “El fotógrafo tiene sus cinco minutos de gloria”, afirma Fabrykant, recorriendo lentamente la sala de la muestra, rodeado por una pared de rostros multicolores, “pero en esos cinco minutos yo tengo que lograr que la gente se sienta fantástica, como en Hollywood”.

Sentirse bien. Cada foto es un testimonio de un buen momento, aun las románticas o las que pretenden cierto tono de tragedia –como la de Mario, del Grupo Green, mirando de perfil a la cámara con un gesto más bien torvo, o la parquedad de Leo Mattioli sobre un fondo blanco que contrasta con esos anillos gigantes que acompañan cada una de las imágenes que guardamos en la memoria del León Santafesino–.

Fabrykant descansa todo su método en estudio en lograr esa comodidad que se transmite perfectamente en cada imagen y que se traslada no sólo a estas fotos del mundo de la cumbia sino también a cualquier tipo de trabajo que tenga por delante: “De repente viene alguien, un presidente de la Nación o un músico de cumbia, y viene y me dice: ‘Es la primera vez que hago fotos’”. “En estas fotos de los muchachos de la cumbia hago siempre lo mismo: si es un grupo, digo: ‘Muchachos, yo necesito saber qué tipo de cumbia es’. Puede ser algo romántico, claro, no es lo mismo la foto de Los Sultanes que las de Leo Mattioli, entonces me la cantan así nomás para calentar un poquitito, y los hago hacer cosas, les doy indicaciones. Hay gente que viene decididamente a poner la cara que ellos tienen, y yo trato de llevarlos a todos a un gesto acorde. Hay algunos que deliberadamente no quieren mirar a cámara, ¿no? Eso también queda en la foto, quizá no la que sale en la tapa del disco, pero sí en las que yo elegí para la muestra.”

Como todo buen hombre de oficio, Fabrykant es muy estricto a la hora de tomar distancia con respecto a la idea de un fotógrafo con plan, con un estudio encima y una intención un poco más teórica con respecto a lo que hace. “Esto no es un estudio de la cumbia, son las fotos de la cumbia, punto. Aunque, igual, toda fotografía es un documento. Digo, qué sé yo.”

FABRYKANT DE ESTRELLAS

Un poco, charlar con Fabrykant es percibir eso. Así como el color y la colección de gestos diversos acompañan todo el salón como una especie de película muda de la historia de la cumbia argentina, Fabrykant enseguida se opone a la posible idea de que detrás de eso hay una intención que va más allá del puro espectáculo visual. “¿Por qué hago fotos de cumbia?”, se pregunta Fabrykant. “Porque se dio, se dio así, las fotos servían para las tapas de disco y yo necesitaba trabajar. Pero, igualmente, me siento muy bien de haber llegado a esto, es una gran satisfacción. Esto no tiene un valor monetario, es una satisfacción que no retribuye eso. ¿Cuántas veces nos pasa esto en la vida? Muy pocas veces. Me siento muy bien de haberlo hecho.”

Silvio Fabrykant, nacido en 1945 en el barrio del Abasto, parece seguir la clásica historia de todo descendiente de inmigrantes en el territorio: primero había que cumplir con el mandato familiar y tener una profesión relativamente lucrativa; después, una vez terminado eso, sí había tiempo para los gustos personales. “Yo tengo una vida anterior en la que trabajaba como arquitecto. Hice algunas cosas interesantes, como el teatro El Nacional en 1976, que volví a hacer en 1999: el teatro se incendió y yo lo volví a reconstruir. Soy uno de los pocos arquitectos que realizó la misma obra dos veces para el mismo cliente. Pero eso lo hice como para dejar tranquila a la familia, como para decir que ya había cumplido. Ya de antes tenía el gusto de la fotografía: yo empecé a hacer fotos de chiquito, no ahora que todos tienen cámara fotográfica. En un rinconcito de mi casa me había armado una especie de laboratorio para revelar. Ya de grande, en un momento determinado, me propuse vivir de la fotografía, y entonces me pregunté ‘¿qué hago para vivir de esto?’. Me metí con la fotografía publicitaria, una fotografía por encargo en donde vos no sos creativo, sino que hacés lo que te piden.”

La pregunta era obvia: ¿qué hace una persona que declara que no entiende nada de la cumbia en este trabajo? Y con tranquilidad, como masticando un chiste, Fabrykant responde, siempre con una media sonrisa: “En un momento dado viene Jorge Guinzburg, que era amigo, y me pide una foto para Las Primas, en 1989. La foto llegó al tipo que producía a las bandas, le gustó y pidió los datos para contactarme. Me llamó por teléfono, vino a mi estudio, que está en Recoleta, y dijo que este flaco, con pinta de finoli, con los muchachos no va a andar. Y me mandó uno para probar. Y de ahí en más, hasta hace tres semanas por lo menos, que las fotos de los muchachos de la cumbia las viene sacando el flaco finoli”.

NO TE QUEDES AFUERA

Liderada por la foto de Gilda hacia el final de la sala, las imágenes de la muestra van desde las bandas más conocidas hasta algunas que apenas habrán durado meses. “En realidad todo es una sola foto, tiene que servir para que alguien sonría mirando todo eso. Tiene que servir para que alguien del planeta Venus vea y también sonría. Hago siempre algunas fotos para mí o algunas que no entrego a la discográfica, Leader Music. De esas fotos hice la selección que está acá”, sigue comentando Fabrykant, ahora más metido en el proceso de construcción de esta especie de archivo involuntario. “Yo tampoco tengo muy claro el concepto de la muestra, pero sé que todo esto que ves acá es una foto. Tiene que tener un impacto de color importante, y ellos colaboran, en algunos casos, por el tipo de atuendo con el que se presentan, y otra cosa que tiene que tener la foto es poder mostrar una expresión. Si pudiera expresarlo en palabras sería escritor, como mi mujer, Ana María Shua, pero soy fotógrafo, qué sé yo.”

Una gran foto, entonces, que varía en expresiones y en colores, en atuendos y en miradas, armada desde la profesión y no desde la investigación: “Hace dos años, yo dije ¿qué pasaría si junto el material a ver qué sale? Ahora, tengo un lío con las fechas. Estas fotos no son las tapas de los discos, pero fueron hechas en ocasión de las tapas de los discos. Tendría que investigar, ver cuándo salió cada placa, para poder colocar la fecha, pero no me pareció relevante poner como se pone ahora que esto es una fotografía impresa en papel tal o cual con una impresora de 32 cabezales con tanto de color magenta. Esto es película fotográfica impresa en papel fotográfico. Digamos, lo que se llama científica y vulgarmente, una foto”.

Hay algo que flota en la muestra, no correspondería llamarlo un espíritu (por más que varios de los fotografiados tengan esa cosa espiritual del ídolo que ya no está entre nosotros), pero casi: todas las miradas de los retratados tienen ese relente de melancolía que parece tan propio de la fotografía, como si hubieran sido testigos de una época que se cerró, o como si hubiera algo en el futuro que los perturba, los intimida. Esas miradas están tan cual, sacadas en el mismo momento, guardadas en esas fotos que no fueron tapa y que se perdieron de entrar al mundo del mito popular. Y, un poco, Fabrykant se permite la melancolía al hablar de cómo el mundo de la fotografía manual que él aprendió a amar de chiquito está un poco desarmado, lejos de esa intención amateur que aún conserva como lo que es, un amor llano por la profesión. Ese carácter rústico tiene también su espacio: “En las fotos que están acá está el fotograma entero, no limpié nada. A mí no me costaba nada agarrar y ‘mulear’ esto, cortar acá, cortar allí… La foto estaba perfecta. Y es que también trabajaba así. En esa época yo no hacía retoques. Ahora trabajo más sobre un fondo neutro porque sé que todo va a recorte, como esta foto que ves allá de Amar Azul, que es digital, ya no es fotografía mecánica”.

Silvio Fabrykant es naturalmente de bajo perfil: cada sesión de fotos, para él, no ha tenido nada de glamour, nada de particular, pero sin embargo se le nota en la cara el buen momento que pasó en cada fotografía y declara con orgullo que el resultado, esa inmensa imagen de cientos de retratos, está lejos de convertirse en un objeto de exhibición para el amante de lo bizarro. Poder mirar todo eso desde la distancia, con la primera foto de Las Primas perdida entre ídolos como el Grupo Volcán, legendarios como Los Pasteles Verdes o trágicamente idos como Gilda, es hacer el collage de una vida que, circunstancialmente, es también la vida de muchos de los asistentes a la muestra, que parecen tararear por lo bajo al ver a tal o cual cantante o reclama, en el cuaderno de notas, la presencia de referentes que corresponden a otros géneros (como Rodrigo, ídolo del cuarteto, otro icónico).

Fabrykant se arregla la corbata, se cierra la campera y sigue mirando de costado, con la misma media sonrisa, apuntando a alguna foto que circunstancialmente le habrá llamado la atención por un gesto o algún detalle que reconoció o redescubrió en ese instante. “Todos quieren salir bien, lindos”, aclara como si se tratara de una máxima ética, de un principio laboral que lo acompaña aún hoy en cada sesión de fotos de alguna prometedora banda de cumbia que está a punto de tomar el cielo por asalto. “Todos queremos eso, y se hace lo que se puede. Y si no se puede, está el Photoshop.”

La muestra Movida y tropical: 100 + 1 fotos de la cumbia argentina se exhibe desde el 10 de julio hasta el 3 de agosto en la sala 6 del Centro Cultural Recoleta, Junín 1930, con entrada libre y gratuita.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

>> Página/12 :: radarDOMINGO, 20 DE JULIO DE 2014

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La cumbia como fenómeno popular se impuso en la Argentina en toda su fuerza desde los años ochenta. Y a partir de los noventa la movida tropical, siempre auténtica y siempre maltratada, desbordó de las bailantas a las discotecas, incluyendo a todas las clases sociales, como símbolo y expresión de la argentinidad.
Silvio Fabrykant tuvo un espacio de privilegio en la observación del crecimiento de este género musical, que combina el sonido tropical, importado de Colombia, con otros muy argentinos.
Como fotógrafo de productoras discográficas, Fabrykant recibió en su estudio a los grupos y solistas más destacados de la cumbia argentina. Pero no se limitó a las tomas necesarias para las tapas de los discos (desde los long play de los 80 hasta los actuales soportes digitales). Sino que, trabajando una mirada que iba más allá de la intención comercial del momento, retrató a los artistas de la cumbia, tanto a los próceres del género, (algunos fotografiados varias veces a lo largo de su carrera), como a los que se asomaron a la fama con la fuerza y la brevedad de los fuegos artificiales.
Esos retratos, que nunca habían sido expuestos, son los que conforman hoy esta muestra de 101 fotos: la historia y el auge de la cumbia argentina narrada con inteligencia, complicidad y ternura.

Inaugura el 10 de julio a las 18 h
Cierra el 3 de agosto
Sala 6 Centro Cultural Recoleta / Buenos Aires

>> Silvio Fabrykant | Centro Cultural Recoleta.

LA MÚSICA DE ESTA PARTE

Son 60 imágenes tomadas entre 1928 y 1959 por tres grandes maestros de la fotografía latinoamericana, Martín Chambi, Pierre Verger y Leo Matiz. Y las fotos de esta muestra en el Fernández Blanco están dedicadas a la música y los músicos, pero no las celebridades, sino los artistas populares del continente. Una mayoría de indígenas y de afroamericanos, y una variedad notable: arpistas en Veracruz; flautistas en Salvador, en México; palenqueros de blanco en Colombia, filhos carnavalescos ataviados para la fiesta en Bahía. Instrumentos olvidados, danzas religiosas y festivas, un mapa de la alegría y el ritual absolutamente fascinante.

Martín Chambi. Organista de Tinta.

La música, en principio, está en las fotos. La sala de exposiciones del Museo Fernández Blanco no tiene ahora más visitante que este cronista y el silencio es una atmósfera que cada tanto se altera por lo que dice por handy una guardia de seguridad. La gente, entonces, está también casi toda en las fotos, con sus instrumentos, con la música. Son 60 imágenes tomadas entre 1928 y 1959 por Martín Chambi, Pierre Verger y Leo Matiz, tres capos de la fotografía latinoamericana que recorrieron el continente, con un recorte que los curadores, Leila Makarius y Jorge Cometti, encuadran así: “Resulta llamativo que los tres hayan dedicado un largo tiempo y esfuerzo a la captura de memorables imágenes de músicos, escenas festivas, ceremonias y rituales en los que sus participantes, la música o los instrumentos alcanzan un protagonismo central”.

–¿Me copiás? –pregunta la guardia.

Leo Matiz. Palenquero. Colombia, ca. 1950.

Si la lectura y la radio ponen a traquetear la imaginación, a complementar sus enunciados con lo que cada quien trae o construye, estas fotos y este sitio atizan la fantasía de que algo se pondrá en movimiento o que empezará a sonar en cualquier momento. YouTube talla en esta suposición absurda de dos modos antagónicos, el click que ahora activa música e imagen así, en cualquier momento, y el pensar estas imágenes, sus condiciones de producción y de circulación durante largo tiempo, como pariente antediluviano, un bisabuelo o por ahí. El Museo ayuda en un par de sentidos: está en una calle mansa de Retiro y es una construcción de casi un siglo que tiene rasgos coloniales hispanos y acusa hoy cierta decadencia de mantenimiento, las cerámicas de un patio andaluz levantadas por la raíz de un palo borracho, los materiales gastados, la vegetación acosada por el invierno. El sitio es contemporáneo de las fotos, y los curadores procuran emparentar su tema, la música, con una faceta propia de Isaac Fernández Blanco: su colección de violas y violines refinados, de entre 250 y 325 años de antigüedad, a la que definen como “la más importante de Latinoamérica”, unas 14 piezas que se exhiben restauradas desde 2007 en el Museo.

–Están en la otra sala, caballero, subiendo –informa la guardia uniformada–. La gran joya es un violín Giuseppe Guarneri del Gesù, hecho en Cremona en 1732. Puede escuchar una grabación de cómo suena.

El tema y la época de este edificio coinciden, pero las fotos, en contraste, transportan a escenarios casi siempre rurales, aldeas, suburbios, con personajes predominantemente populares. Noventa y siete por ciento, hombres: ¿eran tan pocas las mujeres que tocaban, fueron muy pocas las retratadas, ambas cosas? El recorte de La música en la fotografía de grandes maestros latinoamericanos también marca una mayoría de indígenas, afroamericanos, sus descendientes. Arpistas en Veracruz, en Sacsayhuamán, en Guatemala, en Cuzco; flautistas en Salvador, en México; convites de músicos y labriegos en Haití, palenqueros de blanco en Colombia, filhos carnavalescos ataviados para la fiesta en Bahía, qorilasos de Chunbivilcas, una banda de 25 músicos vaqueros andinos en cuyo centro, grave y empilchado impecable, se encuentra el hacendado que los explota. Ejecutantes de instrumentos no muy conocidos por estos días en esta ciudad: pinkuillos, pututus, waka wagras, chirimías, teponaztles. Escenas de capoeira, de candomblé, de una procesión aborigen a la iglesia de Santo Tomás, Chichicastenango, de la ceremonia Cruz Velacuy en Quillabamba, de un baile gitano en Buenos Aires. Marimbas, zampoñas, guitarras, contrabajos. Una chamana araucana con un bombo en Chile, una violinista en un estudio de Cuzco.

Leo Matiz. Músico con traje típico. Sacsayhuamán, Perú, 1947.

Martín Chambi nació hace 123 años en Coaza, al norte del Titicaca, en Perú: de origen indígena, fue buscador de oro antes de montar su estudio en Cuzco, donde se ganó la vida como fotógrafo social, pero hizo en simultáneo un trabajo documental impresionante para registrar un abanico de manifestaciones culturales de los suyos; solía trabajar con una cámara de placas. Pierre Berger vio la luz del mundo en París hace 112 años, trabajó como fotoperiodista y después de recorrer muchos caminos del planeta se instaló en Salvador de Bahía, donde profundizó sus estudios sobre las poblaciones negras a uno y otro lado del Atlántico: en sus archivos hay unas 62 mil imágenes, 3 mil de las cuales están dedicadas a la música. Gustaba usar una Rolleiflex, como su colega Leo Matiz, el más joven de los tres, nacido hace 97 años en Rincón Guapo, una aldea de Aracataca: trabajó también como fotoperiodista en Life y en El Tiempo, de Bogotá, hizo coberturas junto a Gabriel García Márquez, fue amigo de Neruda, de Botero, de Siqueiros (con este último tuvo una pelotera famosa), y era además dibujante y pintor. El trío ya está del otro lado; en éste dejaron un trabajo inmenso, del que aquí se dan unos indicios, unas puertas de entrada que se quieren tentadoras.

–¿Me copiás? En Internet hay mucho material sobre estos tres destacados artistas, infinidad de ensayos, reportajes, páginas con miles de sus fotos. Recomiendo en especial Um menssageiro entre dois mundos, un documental sobre Verger, con narración de Gilberto Gil.

Pierre Verger. Capoeira. Salvador, Brasil, 1946.

Aunque es en el museo, en su silencio, ante estas copias grandes en blanco y negro, donde pasa otra cosa: se llega a este oasis de Retiro, se cruza el patio de cerámicas azules, se entra en la sala, se sienten las miradas de todos esos músicos, y de a poco se imagina y suena algún viento, pasos, una campana lejana, tambores, murmullos viejos del continente.

La música en la fotografía de grandes maestros latinoamericanos
Martín Chambi, Pierre Verger y Leo Matiz
Museo de Arte Hispanoamericano
Isaac Fernández Blanco
Suipacha 1422
Hasta el 27 de julio
Entrada general: $ 5

MARTIN CHAMBI. GRUPO MUSICAL, FUNDADORES DEL CENTRO QOSQO DE ARTE NATIVO, CUSCO, 1936. (EL DE LA IZQUIERDA ES CHAMBI)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

>> Página/12 :: radar.,  DOMINGO, 29 DE JUNIO DE 2014

Vivir en la Tierra es una serie de 67 fotografías de gran formato a través de las cuales Andy Goldstein documenta las condiciones de vida en la que se encuentran más de 174 millones* de personas del continente americano que viven en situaciones de extrema pobreza y de exclusión social.

Todas las fotografías han sido tomadas en el interior de las casas de quienes han aceptado posar. Los modelos ha elegido dónde ubicarse y decidido en qué momento debe tomar la fotografía el fotógrafo. De este modo se acentúa la conciencia del acto fotográfico. La técnica empleada es la del «Panorama»: una compleja tecnología digital de última generación que permite ofrecer en imágenes de gran formato un alto nivel de información visual, con gran finura de detalles.

Las distintas imágenes se han tomado en catorce países de Latinoamérica, gracias a la colaboración inestimable de la Organización Techo, quien ha facilitado la entrada a estos asentamientos y ha puesto al artista en contacto con sus habitantes. Los países visitados son: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Haití, Honduras, Guatemala, Ecuador, México, Perú y República Dominicana.

Parte del trabajo de campo ha sido financiado por la Fundación Ford. Las ampliaciones de gran formato para la muestra itinerante que está recorriendo diversos países del continente americano se realizaron con la ayuda de Epson Argentina que ha puesto su impresora Epson Stylus Pro 9900 al servicio de este proyecto.

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Ver más>> http://andygoldstein.es/vivirenlatierra/inicio_VenlaT.html

hasta el 9 de junio /  Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires

Fotógrafo, pintor y referente indiscutido del pop latino, expone su muestra Debut y Despedida en el Centro Cultural Recoleta y admite que, a veces, el arte contemporáneo no le interesa en absoluto

Por Violeta Gorodischer

Un altar de la Difunta Correa, un tigre y un yaguareté conectados a través de un tubo de sangre, un Ekeko saltando a una Pelopincho llena de billetes, la escultura de un sireno, Klemm y Berni y Nicolino Locche, la botella de Inca Kola y una prolija casa pintada de celeste cual sueño del conurbano que, de pronto, se transforma en pesadilla: adentro hay paredes de ladrillo hueco, alambres de púa y bolsas de residuos.

Éstas son sólo algunas de las cosas que se pueden encontrar en la flamante muestra que Marcos López (55), fotógrafo, pintor, ícono pop de la Argentina, inauguró el último miércoles en el Centro Cultural Recoleta. Se trata de un regreso a todo aquello que lo hizo famoso cuando abandonó la carrera de ingeniería para dedicarse a sacar fotos de una forma intuitiva, personal. Empezó con retratos en blanco y negro, siguió con los colores fuertes de la serie Pop Latino y luego llegó a lo más profundo del ser nacional con Sub-Realismo Criollo y el Asado en Mendiolaza , la imagen de una suerte de última cena vernácula que, según muchos, predijo la debacle de 2001.

Hoy, ese espíritu teatral, ácido e irreverente, reaparece en todo su esplendor. ¿El nombre elegido para la exposición? Debut y Despedida. Y un subtítulo hiperbólico: Toda la Carne al Asador.

-¿Ésa es tu frase de cabecera?

-Sí, yo tiro toda la carne al asador como si se acabara el mundo mañana. Tiene que ver con una necesidad de exorcizar y sacar todo afuera.

-¿Por qué te despedís? ¿Te estás yendo de la fotografía?

-Voy y vengo. Debut y despedida significa eso: el entusiasmo del debut, y el hecho de poner toda la carne al asador por las dudas, por si se va todo al demonio, por si el Titanic se hunde. Es todo lo que tengo para decir: se acabó.

-¿Tenés esa misma actitud en otros planos de tu vida?

-No, en realidad en mi vida cotidiana soy un tipo bastante miedoso, reprimido y conservador.

-Uno mira tu obra y la sensación es que girás todo el tiempo en torno a los mismos temas?

-Sí, ¿sabés qué son esos temas? El desamparo y la fragilidad de la existencia. Las sirenas y los sirenos son una ilusión, el sirenito en el Río de la Plata? es lo que hay. O la Pelopincho: no nos alcanza para irnos a Mar del Plata, pero tenemos la Pelopincho. Otra figura son los tigres, que tienen que ver con un costado salvaje mío que me sale en la obra. Después, a la noche, le leo cuentitos a mi hija.

– ¿Qué ves cuando caminás por la calle? ¿Cómo ves?

-No paro de mirar. Me descoloca la desigualdad social, no puedo evitar conmoverme cada vez que un tipo me pide una moneda en la calle. Todo el colapso urbano no lo soporto. Me iría a vivir al campo, pero mis hijos, que tienen 9 y 16, van a la escuela acá. Eso me da una idea de la insensatez de los seres humanos al no poder resolver cuestiones de sentido común en un país tan rico como éste: no puedo creer que exista el cinturón de pobreza del conurbano. Me irrita, pero no encuentro respuestas. Frente a eso, uno se pregunta qué sentido tiene la expresión artística.

-¿Y qué sentido tiene?

-En principio, tiene un sentido para las quince personas que estamos haciendo esta muestra. Todos estamos interactuando para hacer algo que pretende un horizonte de mejoramiento interno. Y, a la vez, siento que en un punto el arte contemporáneo no me interesa en absoluto, pero vivo de eso: transito esa contradicción. No te quiero, pero dame un beso.

-Se dice que, con tu obra, retrataste al menemismo como nadie. ¿Qué opinás?

-Que sí, pero sin querer, porque en los 90, en pleno menemismo, se me ocurrió hacer un arte de la truchada, de lo falso y, entonces, intuitivamente, con la puesta en escena, fui documentando los 90. Mi teatralización de ese país de cartón pintado, que sigue hasta el día de hoy, fue involuntaria. Lo que pasa es que durante el menemismo era todo mucho más obvio, más barroco.

-¿Vos decidiste ser autodidacta?

-No terminé nada de lo que empecé. Estudié ingeniería por mi papá, pero abandoné en el último año. De la Escuela de Cine de Cuba también me fui. Soy rebelde, no me gustan las instituciones. A los alumnos de mis talleres les digo: «Estudien tres meses conmigo y váyanse con otro».

-¿Por qué bautizaste a tus talleres «grupos de autoayuda»?

-Porque lo son. El arte no podría ser otra cosa que eso; si no lo viviera así, sería el loco del martillo.

-¿Te analizás?

-Sí, tengo dos psicólogos. Uno es bioenergético, y el otro es un «sabelotodo». Necesito un poco de cada uno para ser una persona normal. Yo soy un padre de familia. En casa a las nueve se cena, después los chicos se acuestan, los llevo a la escuela a las siete y media de la mañana. Hago una vida totalmente metódica. Igual, a veces me despierto a las cinco de la mañana y me pongo a pintar como un lobo estepario.

-Sos un referente pop. ¿Te imaginás haciendo otra cosa?

-Y, a veces me aburro del patito inflable, de las ojotas de segunda selección. En la fotografía comercial me llaman siempre por eso, y a veces me cansa. Aun así, algo me gusta de esa sencillez. Andy Warhol tiene una frase muy interesante: «Sólo hay que mirar la superficie, no hay más». Era un tipo que hablaba de plata, que decía: «Me gusta la guita». Era un provocador, como yo.

-¿Provocás con la ironía?

-Sí, la ironía es mi escudo para transitar por este mundo insensato.

-¿Te considerás, como Warhol, un materialista?

-No, pero necesito el dinero porque quiero hacer mi obra. Si me lo gasto en eso, entonces sí, me gusta. Me pongo bollos de plata en el bolsillo, tal vez no sé ni cuánto hay, gasto todo lo que tenga que gastar. Pero sólo me interesa para generar obra. Yo no sé ni la marca del auto que tengo..

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Foto: Gustavo Bosco

Otro latino en la pared

La matriz “todo tiene que ver con todo” de la red social le permite a este artista pop hilvanar a Favio y Damas Gratis con Berni y Ramón Ayala.

Por Santiago Rial Ungaro

Los peces no saben que están en el agua. A diferencia de nosotros, que estamos un poco más o un poco menos enredados en… ¡Facebook! La estética de Debut y despedida. Toda la carne al asador, la nueva instalación del artista Marcos López, que hasta el 31 de marzo les volará la cabeza a muchos de los que pasen por la Sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta, tiene mucho en común con esta red social. “Bueno, el Facebook cambió mucho mi forma de comunicarme en los últimos dos o tres años. Y de hecho a la inauguración vino más gente que nunca; eso es también por esa red. Ultimamente me puse a pintar y a escribir compulsivamente: ahora siento que tengo mi propia revista, de la que soy el editor y el director de fotografía, y que puedo transmitir el pensamiento sin filtro, con ese vértigo de escribir sin corregir”, dice López, considerado por muchos como uno de los fotógrafos artísticos más notables del arte contemporáneo, en buena medida a partir de su deliciosa serie Pop Latino.

Claro que acá ese prestigio es sólo una anécdota entre muchas: Debut y despedida es una verdadera avalancha visual en la que, como en Facebook, todo se conecta entre sí: una imagen se liga a la otra, la fotografía lleva a la pintura y los manteles de hule de los lugares más “mersas” del continente se convierten en una referencia estilística. Ese gesto de López de intentar darle belleza al caos está más allá de ser algo con lo que responder con un mero “Me gusta” o un eventual “Ya no me gusta”. Pero, de hecho, los textos del catálogo de la muestra están diseñados como páginas de esa red, con sus “Me gusta” y demás.

“No sé si me volví adicto, pero el Facebook es algo muy fuerte y lo estoy investigando. Y por eso quizás haya tantos artistas invitados”, arriesga. Curada por dos chicas jóvenes, Yanina Moroni y Nadia Kossowski, la muestra cita asimismo sus obras previas, un documental con sus padres, otro sobre la Villa 31, un ekeko gigante a punto de tirarse a una pileta de dinero, intervenciones de posters de fotos de Anselm Adams, homenajes espontáneos a Andy Warhol, la Inca Kola y Edward Hopper, una reversión del Nicolino Locche de Martha Peluffo, sarcásticas fotos del Hotel Faena, tierra roja misionera, tigres de Bengala congeniando con yaguaretés… Aunque parecería que se le fue la mano, o, mejor aún, el ojo; y pese a que tanta saturación hace sentir el fuego de una parrillada, esto es más como un tenedor libre visual donde se puede mirar hasta el hartazgo. O hasta la hora de cierre.

Como señala la periodista y escritora Josefina Licitra en el catálogo, la obra de Marcos López “pendula entre la reina Sofía y los parrillones del Gran Buenos Aires”. Y ahí está, en versión remix, el Asado en Mendiolaza (quizá su obra más conocida), intervenida con la frase “a un pasito de la estación” desde una foto bajada de Internet y puesta en el toldo de una parrilla de Flores por un parrillero pop que no hizo ninguna referencia al autor. Pero mientras que otro artista pondría el grito en el cielo por la utilización de su obra en un local comercial, la versión del Parrillón Delivery aparece fotografiada por él mismo, convertida en una obra nueva. “Vos me nombrás a David LaChapelle y te entiendo, aunque no me haga gracia. Pero acá también están presentes Leonardo Favio, la cumbia colombiana, Gilda, Damas Gratis, Berni, Wim Wenders o Ramón Ayala.” Justamente, en estos días se estrenará en el Recoleta el documental que López le dedicó al mítico músico, compositor, pintor y poeta misionero.

* Debut y despedida. Toda la carne al asador puede ser visitada en el Centro Cultural Recoleta (Junín 1930). De lunes a viernes de 14 a 21 y sábados y domingos de 12 a 21. Hasta el 31 de marzo.

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>> vía Página/12 :: noJUEVES, 7 DE MARZO DE 2013

El Artista Plástico

En las últimas dos décadas, las imágenes de Marcos López pasaron del margen, donde enloquecía a todos los géneros y formatos de la fotografía, al centro de la escena artística. Con un ojo igual de dotado para la composición y el hallazgo, fascinado por los cultos populares y el colorinche plástico, su obra parece condensarse en el nombre que le dio a la serie que empezó en los ’90: Pop latino. Desde entonces, su mirada se ha expandido hasta volverse un modo de mirar el mundo injusto, doloroso y estridente que nos rodea. Debut y despedida (Obras 1978-2012) permite asomarse al modo en que fue encontrando, una y otra vez, una armónica verdad en la confusión chillona que no deja de acompañarnos.

-Por Claudio Iglesias

El amor imperfecto

Existe un Marcos López antes y después de las fotos grupales estilizadas que pasaron de empapelar galerías y salas de exhibición a cubrir los diarios y revistas de domingo y convertir a su autor en el único artista argentino vivo en Taringa! Esas fotos tan conocidas de familias o amigos comiendo asado, basadas en composiciones estilo Jeff Wall con una especie de costumbrismo vernáculo de gran tamaño, lo lanzaron simultáneamente a la fama, al trabajo por encargo a destajo y a los proyectos en la vía pública. Pero antes, el nombre de Marcos López iba al frente de un conjunto de imágenes que se movía en los bordes de la fotografía conceptual, el lenguaje de los medios masivos y el discurso asociado con el arte argentino de los ’90, como un comando de hormigas emancipadas que saliera de su carril y comenzara a avanzar a contramano, enloqueciendo al resto de las hormigas o poniéndolas a bailar una coreografía de musical de Broadway bajo el sol bochornoso del Noroeste argentino. Este Marcos López que a mediados de los ’90 recién había probado la fotografía color abundaba en efectos psicotrópicos, confusiones calidoscópicas y signos adulterados, desentendidos del embrollo de la elaboración cuidadosa. Pop latino, su serie de fotografías comenzada entonces es particularmente desequilibrada: consta de un tropel de imágenes tan irregular que el mismo concepto de serie parece quedarle estrecho. Retratos, montajes, juegos de luz, paisajes y distintas formas de la transposición departen a los gritos en imágenes que, si en algunos de sus mecanismos recuerdan a Cindy Sherman, o a Rineke Dijkstra, o a Martin Parr, no tienen el rigor estilístico ni la consistencia serial de los trabajos de ninguno de ellos. Unas largas uñas de mujer de un violeta lechoso, acariciando lascivamente la carne irregular de una hamburguesa; el encuentro fortuito de un chorizo y una antena satelital frente a una casa de adobe; o una reina de la belleza de pueblo, debilitada y apática, salpicada de azul, sosteniendo dos hormas de pan delante de un silo en algo así como la cruza de una imagen de Richard Avedon y otra de los hermanos Becher; un fláccido cactus plástico en una Quebrada de Humahuaca extraviada y fuera de foco. Marcos López, antes de ser un artista reconocible, fue un autor anárquico y vital, un producto incómodo de su generación, capaz de burlarse tanto de la severidad de los fotógrafos de oficio como del purismo visual de algunos de sus compañeros de ruta. Genio del truchaje, amante perdido de las reinas populares y del plástico chino barato que asolaba las calles del Once, cerquita del Centro Cultural Rojas, López construyó una obra sobre la premisa de la confusión máxima de las superficies visuales. Pero aunque todo el tiempo escenifica y desmiente cualquier expectativa de verosimilitud, la fotografía de López tiene en sus orígenes algo de inmediato, como si más que construir sus imágenes, las encontrara en el barullo multicolor de su cerebro. Sus mejores piezas caminan solas: por eso son desprolijas, hijas de la inspiración y la gula más que del método y la tenacidad.

Contra lo que pueda parecer a simple vista, lo peor que le podía pasar a Marcos López no era masificarse sino depurarse. Sobre todo en sus mejores momentos, su obra es inclusiva, tanto más directa cuanto más irresuelta. La popularidad, más que un resultado, parece una condición de posibilidad de su trabajo. No puede decirse que Marcos López se haya abandonado a los golpes de efecto sino que inconscientemente fueron estos efectos los que se fueron domesticando hasta convertirse en una respuesta esperable. De tanto forjar un estilo y pulir el hit, con recaídas en tópicos como la última cena y el catch, el último cronista de la locura y la fantasía comenzó a generar imágenes más meticulosas y cargadas de un realismo ficticio que fueron fijando sus temas, alejándolo de lo mejor de él mismo: un amor desbordante por la imperfección.

La patria: un exorcismo

-Por Marcos Lopez

En el Sur, en las salvajes pampas donde habito, todavía existen gauchos que cuando tienen hambre, enfilan el caballo hacia alguna vaca particularmente despistada, de esas que se alejan del rebaño distraídas y quedan solas, a diez o quince metros del grupo principal, se bajan a la distancia exacta para que la vaca no se espante, caminan despacito, murmurando, canturreando unas sílabas que justamente repiten la palabra vaca, con las “a” más alargadas, intercalando otras palabras como “quieeeetaaaa”… “aacaaaa”… (diciendo vaca, pero en forma más gutural, sin la v corta). Como si el animal entendiera el idioma. En un momento la vaca deja de pastar y lo mira a los ojos. Piensa. Procesa la situación y confía. Se queda quieta, como hipnotizada. El gaucho le acaricia la parte central de la cabeza con la mano izquierda, se para bien, con las piernas entreabiertas, las rodillas un poco flexionadas, una pierna adelante pisando fuerte y la otra atrás, bien apoyada, y en un mismo movimiento la agarra de la oreja y con la otra mano saca el facón de la cintura, y en un solo movimiento le clava el facón en el cuello. Se lo entierra hasta el mango, y hace un sonido con la voz, sacando la energía de la parte baja del estómago, que suena parecido a un gemido de orgasmo y al sonido que hacen los karatecas cuando rompen maderas o cuando luchan, y se pegan patadas como muñecos tontos.

La vaca cae y se desangra. Hace casi lo mismo que el torero, pero con una diferencia sustancial: el gaucho la traiciona. En la situación final, en el desenlace donde se paran frente a frente el toro y el torero, hay un par de segundos donde se miran a los ojos. El gaucho mira sesgado. Disimula. Se aprovecha de la confianza.

Luego ata el caballo, haciendo un nudo con la rienda enroscada a un ramillete de pasto. Paja brava. Busca un árbol. Junta ramas. Algún tronco más grueso mientras pega unos gritos de triunfo para avisar a los amigos.

Se juntan en círculo (los imagino en cuclillas, de la misma forma que los hombres prehistóricos), hacen un fuego, comen como bestias pedazos de carne chamuscada, medio cruda, y dejan el resto a los caranchos. Mientras comen, toman largos tragos de aguardiente con el bocado a medio masticar. Se hacen buches. Escupen. Se ríen. Se emborrachan. Hablan al pedo. Disfrutan. Hablan de mujeres. De muertos. De fantasmas…

Esa es la primera imagen que se encarna en mi cuerpo cuando pienso en la palabra patria. Enseguida, después, viene el olor, la textura, la escena donde descubro el placer erótico, sensual, primario, profundamente bello que encierra el mestizaje. La América profunda. Casi india: una empleada doméstica, Odolina, que se termina de bañar en el fondo, en un bañito que había en el patio, en la casa de mi primera infancia en Gálvez. Se peinaba, se desenredaba los cabellos lacios negros azabaches, con la cabeza gacha, hacia adelante, con las piernas un poco abiertas y en ojotas.

Recuerdo –como si fuera ayer– el olor a champú barato, a campo, a mañana de vacaciones de verano, y me fascina.

Luego me conecto con una tarde de mucha humedad, calor de otoño en Santa Fe, más o menos a los dieciséis años, saliendo de un cine de arte que se llamaba Chaplin. El único cine club de Santa Fe. Quedaba al fondo de una galería comercial oscura, deprimente, donde fui a ver Stalker (La zona), de Andrei Tarkovski. Salí del cine como levitando. Seguramente fumando Parisiennes.

En esas cuadras, del centro (la calle San Martín) hacia mi casa de la calle Güemes, creo que fue el momento donde tuve la idea, un borbotón desordenado de imágenes borrosas donde seguramente conecté con un estado de conciencia paranormal, diferente al razonamiento cotidiano, y me di cuenta de que quería ser artista. O de que ya era un artista: alguien que tiene la necesidad imperiosa de hablar todo el tiempo de lo que siente. De mí mismo. De mi entorno: esa calle brumosa, el cine pegajoso, la costanera, la laguna…

De lo frustrante que resulta constatar día a día la imposibilidad de construir un país más digno, más justo, más solidario.

La necesidad de dejar un registro.

Exorcizar.

Dejar constancia.

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El mantel de hule

-Por Marcos Lopez

“Desde anoche que no puedo dormir, angustiado, triste, porque tengo necesidad de blanquear un tema con Leonardo Favio. Lo voy a hacer: Leonardo: te robé la frase del mantel de hule. La dije cada vez que me hicieron una entrevista, o en una conferencia, o una clase… En Europa, en Rafaela, en México DF. Siempre hablo de “la textura del mantel de hule”… Y no siempre dije que esa frase era tuya.

De esos restaurantes de ruta, donde los antebrazos se quedan pegados levemente en el mantel, y uno espera un momento, para que no se ofenda, cuando la camarera se da vuelta, camina para otro lado, y le pasa una servilleta de papel, para terminar de limpiar la parte donde se apoyan los brazos. Ese mantel tiene que ver con la patria. Con la memoria. Con la identidad de un país. Es como el Aleph de Borges, el Aracataca de Gabriel García Márquez, el pueblo Serodino de Saer y la costa del río Paraná de Juan L. Ortiz. El mantel de hule es la Argentina. Creo que es una frase de un libro de poemas de Favio. Estoy seguro de que esa sensación la inventó Leonardo Favio. Prefiero quedarme con esa idea y no buscarlo en Google. En esas rosas rojas sobre cuadriculado celeste, gastadas de tanto trapo húmedo, está la dignidad de un país. De un continente. No quiero prender la televisión, ni ver YouTube, no quiero escuchar las canciones para no llorar. Un abrazo, Leonardo. Nunca es tarde cuando la dicha es buena. Más vale tarde que nunca. Mozo, ¡otro Gancia con soda! Quiero decir: no creo que sea tarde para contarle a Leonardo que su mantel de hule es la estructura central de todo mi trabajo desde hace 25 años.

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Debut y despedida
(Obras 1978-2012)
Marcos López

Centro Cultural Recoleta
Sala Cronopios
Junín 1930
Martes a viernes de 14 a 21
Sábados, domingos y feriados de 12 a 21
Lunes cerrado
Hasta el 31 de marzo

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Los textos de Marcos López son algunos de los incluidos en el catálogo de la muestra.

>>  Radar, DOMINGO, 3 DE MARZO DE 2013

San André

Nació húngaro y murió francés. En el camino, peleó en las trincheras de la Primera Guerra, deslumbró a las mentes más brillantes de la entreguerra, emigró a Estados Unidos cuando el nazismo anunciaba la Segunda, fue rechazado e incomprendido en el país que haría de la imagen su credo, y finalmente el mundo comprendió el trabajo del hombre que captó en sus fotos la espontaneidad de la vida mucho antes de que se inventara la Leica. No por nada, hasta el mismísimo Cartier Bresson confesó que “todos le debemos algo a André Kertész”. La extraordinaria muestra en la Fundación OSDE acerca copias impecables de muchas de esas grandes fotos.

Nube perdida, 1937.

Por Marcos Zimmermann

Andor Kertész, nombre con el que en realidad había sido bautizado André Kertész en 1894, salió de darse un baño en el Danubio y subió al altillo de la casa de campo de su tío, ubicada en las cercanías de Budapest, en donde estaba pasando algunos días. Había allí guardadas algunas revistas ilustradas y abrió una cualquiera, justo en el momento en que un rayo de sol rebotó en el espejo biselado de un antiguo ropero e iluminó las fotografías de la revista. “Eran cálidas y espontáneas, y quedé impresionado”, dijo después, refiriéndose a esas fotografías que vio aquel día en la casa de campo de su tío cuando tenía menos de siete años.

“Si no siento contacto, me abstengo”, diría también luego de que la luz y la exposición dejaran de ser para él el misterio que se presentó aquel día de infancia en que la fotografía lo cautivara para siempre. Una pasión que lo impulsó, algunos años después, a comprarse una cámara ICA de negativos 4,5 x 6 cm con la que empezó a fotografiar aquello que lo rodeaba y lo confinó noches enteras en ese mismo altillo, aprendiendo a revelar como un autodidacta. Pero esa actividad casi oculta de Andor Kertész contradecía los consejos de sus padres, Lípot Kertész y Ernesztin Hofmann, que con el mismo amor con que criaban a sus hermanos Irme Kertész y Jenö Kertész, le sugerían entrar en la carrera de negocios de bolsa que seguía su hermano mayor. Una profesión que Andor Kertész ejerció sólo durante un tiempo porque, en cambio, hizo lo que más quería: sacar fotos de lo que veía, espontáneamente. “Mi fotografía es un diario íntimo visual… No fue la fotografía la que influyó en mi vida sino mi vida la que influyó en mi fotografía”, diría mucho después, recordando los días en que realizó sus primeras tomas: “Joven durmiente” y “Eugene”.

Acto de desaparición, 1955

En 1914, Andor fue convocado a la guerra. Aunque esto no detuvo su pasión. Se llevó su cámara y siguió haciendo fotografías con la misma naturalidad con que había pasado las páginas de aquella revista ilustrada en la casa de su tío cuando era un niño. Pero no hizo fotos de guerra, sino de las trincheras y de sus compañeros de batallas, en una de las cuales una bala le dio cerca del corazón y lo mandó al hospital de Esztergom, donde copió las poquísimas fotos que le quedaban, mientras recuperaba el brazo derecho, paralizado por el balazo. Fue entonces, en 1917, durante esa convalecencia, cuando realizó su fotografía “Nadador submarino”, un antes y un después para la fotografía de Andor Kertész, para la historia de la fotografía y para su brazo, que fue capaz de dispararla, que de a poco se recuperó. Porque, a partir de ese momento, Andor Kertész comenzó a realizar imágenes que retrataban dos mundos a la vez: uno visual y otro subyacente. Y que, a pesar de ser tomas directas, fueron asociadas a una visión surrealista. Aunque una vez declaró: “No soy un surrealista, soy absolutamente realista”.

Y lo fue. Porque, después de la guerra, en 1925 para ser más exacto, emigró a París para perfeccionarse. Como otros fotógrafos húngaros que emigraron en esos años a diferentes países: Brassai, Capa, Moli-Nagy, además de él, Andor Kertész, y de Martin Munkásci, cuya fotografía de los niños en el lago Tanganyca ejerció una influencia decisiva en la obra de Cartier Bresson y, por ende, en toda la fotografía francesa posterior. Posterior a Andor Kertész. El mismo Cartier Bresson decía: “Todos le debemos algo a André Kertész”. Pero eso fue después. Como, también después, Brassai dijo que sólo André Kertész tenía dos de las cualidades a las que podía aspirar un gran fotógrafo, juntas: una enorme curiosidad acerca de la vida y un preciso sentido de la forma.

Tormenta sobre París, 1925-1926.

Pero antes de todo eso, el húngaro Andor Kertész se fue a vivir a Montparnasse y se transformó en el francés André Kertész. Allí se relacionó con dadaístas, surrealistas y cubistas, conoció en el Café du Dôme a grandes artistas del momento, como Sergei Eisenstein y Marc Chagall, y se hizo amigo de Piet Mondrian mientras fotografiaba sin pausa su propia vida, sin detenerse nunca pero con la misma calma con que había pasado las páginas de aquella primera revista ilustrada en el altillo de su tío a la vera del Danubio. Y afilaba cada vez más su mirada, plena de modernismo y espontaneidad al mismo tiempo. Un modo de fotografiar que ejerció en sus comienzos con aquella cámara de placas, que luego cambió por una Leica.

Aunque esa espontaneidad de André Kertész fue anterior a la Leica. “Tomé fotos con una Leica, antes de que se inventara la Leica”, le dijo una vez a Agathe Gaillard para explicar cómo era su relación con esa nueva cámara que permitió luego, a muchos fotógrafos, una espontaneidad que la fotografía no tenía hasta ese momento. Salvo para André Kertész, cuyas fotografías ya poseían esa espontaneidad desde antes de la creación de la Leica.

Y ahí es cuando, siempre impulsado por esa misma pasión por la imagen que había nacido en él de niño, hizo las deliciosas fotografías de la flor en la casa de Mondrian y la de la bailarina satírica, famosa. La fotografía es la famosa, porque de la bailarina, llamada Magda Forstener, casi no se recuerda el nombre ya que no pasó a la historia como bailarina sino por estar en esa famosa fotografía de André Kertész, tirada en un sillón con una pose estrambótica. Aunque André Kertész hizo también otra fotografía de otra mujer menos famosa, pero muy importante para él: Elisabeth, que era su novia de Budapest y que, en 1936, se convirtió en su esposa, cuando se casaron en París y tuvieron una hija llamada Reuterswärd Nike, que siempre quiso ser fotógrafa, como su padre, pero hoy, en cambio, tiene una tintorería en Estocolmo. Así es la vida de muchos hijos de famosos…

Los anteojos y la pipa de Mondrian, 1926.

Pero eso fue muchísimo después. Antes, en 1936, André Kertész se trasladó a Nueva York con Elisabeth, su mujer, contratado por la agencia Keystone. Dejaba atrás una carrera exitosa y numerosos amigos, para alejarse del nazismo que comenzaba a crecer en Europa. Pero la vida y la fotografía debían seguir. Aunque ese nuevo país fue un verdadero desastre para André Kertész porque, allí, sus fotografías callejeras no fueron comprendidas. Más bien, fueron recibidas con una piedra en cada mano por los críticos de ese país de U.S.A. “Cuando uno aprende a escribir, tiene que aprender el alfabeto. Esa es la técnica fotográfica. Pero lo importante es lo que uno escribe con el alfabeto, no el alfabeto en sí mismo. La técnica es el mínimo indispensable. Pero, para los norteamericanos, ese mínimo era el máximo.” Eso diría André Kertész de los norteamericanos que en ese entonces le decían: “Sus fotografías cuentan demasiadas historias. Nosotros tenemos editores para escribir eso”.

Pero fue en esa misma época cuando André Kertész encontró a Beaumont Newhall, director del departamento de fotografía del MOMA de Nueva York, que sí expuso sus novedosas fotografías de distorsiones, haciendo frente a los críticos. Ambos los desafiaron. Y triunfaron. Aunque él siguió sintiéndose un forastero en ese país y quiso volver a París. Pero no pudo, porque había explotado la Segunda Guerra Mundial. Así es que siguió trabajando para la agencia Keystone, sin detenerse, y publicó también sus fotografías en Harper’s Bazaar, Life, Look y Coronet. Esta última, una revista que excluyó sus trabajos de un número que incluía a las fotografías más memorables de la historia. Como también, en 1941, volvió a ser excluido de la lista de “Los sesenta y tres fotógrafos del árbol genealógico de la fotografía” publicada por Vogue. ¡Nadie diría nada si hubieran excluido de esa lista a Albert Einstein, que era un famoso científico pero no fotógrafo, ni a Vivian Leigh, a pesar del exitazo que acababa de conseguir en Lo que el viento se llevó, y que tampoco era fotógrafa! Pero André Kertész sí era fotógrafo. ¡Un gran fotógrafo! ¡Y lo excluyeron! ¡Un mequetrefe de editor excluyó al fotógrafo André Kertész de esa lista en ese país de U.S.A.! ¡Afuera, André Kertész, del árbol genealógico de los fotógrafos! ¡Vía! ¡Habráse visto, mequetrefe made in U.S.A…!

En lo de Mondrian, 1926.

Incluso después de eso, las peripecias del pobre André Kertész en ese país no terminaban. Al contrario, se multiplicaron. Todo, en su vida, sucede sin solución de continuidad: poco después, no puede sacar más fotografías callejeras ya que es visto como un espía enemigo por ser húngaro, y los húngaros peleaban a favor del Eje, que estaba en contra de los Estados Unidos. Pero André Kertész no estaba en contra de los Estados Unidos, ni de nadie. Al contrario. Sólo estaba contra las revistas que no ponían su nombre en sus ensayos y quería hacer su trabajo: quería expresarse. En cambio, no pudo hacer ni una sola fotografía durante tres años. Hasta que Elisabeth, su mujer, consiguió la nacionalización norteamericana en 1944 y él la siguió enseguida, y en 1945 aceptó un largo contrato con la revista House and Garden para la cual realizó una gran cantidad de fotografías de interiores y poco después, en 1946, hizo una muestra en el Art Institute of Chicago y en 1952 se mudó con su mujer a un piso duodécimo cercano a Washington Square, desde cuya ventana sacó las mejores fotos que hizo en ese país. “Los sujetos me encuentran, no los busco”, reflexionaría entonces, afirmando la continuidad que existía entre su fotografía y su vida, y que se desarrollaba con la misma naturalidad y el mismo asombro con que habían aparecido las fotografías en aquella revista de infancia.

Aunque todo eso sucedió antes de que André Kertész empezara a ser reconocido internacionalmente, luego de que pudo mostrar su trabajo en la Bienale Internazionale della Fotografía de Venecia, en 1962, y en la Bibliothèque Nationale de France, en 1963. Porque, de ahí en más, André Kertész empezó a ser André Kertész y le fue dado el lugar que le correspondía en la fotografía mundial. Y entonces, en 1964, John Szarkowski le hizo una exposición personal en el MOMA de Nueva York y, en 1985, le otorgaron el premio Master Photography del ICP y la Legión de Honor francesa y tantos otros. Para entonces, André Kertész seguía mirando y fotografiando con la misma pasión de siempre. Sin prisa y sin pausa. Con su ojo joven, atento a la forma, al espacio y al hombre. Con la mirada sensible de un amateur. De aquel niño Andor Kertész absorto frente a las fotografías de aquella revista ilustrada que había descubierto en el altillo de la casa que tenía ese tío junto al Danubio. “El ojo es sólo un instrumento mecánico, lo que está adentro de uno es lo que decide la fotografía”, dijo una vez André Kertész.

Bailarina satírica, 1926.

Algo más: esta maravillosa muestra André Kertész, el doble de una vida es presentada en Buenos Aires, en la Fundación OSDE, Suipacha 658, primer piso, en el marco de los XVII Encuentros Abiertos Festival de la Luz. La exposición cuenta con el auspicio de la Embajada de Francia, país al cual Kertész le donó sus negativos, archivos y cartas. El catálogo de la muestra incluye un prólogo del embajador de Francia en Argentina, Jean-Pierre Asvazadourian, y otro de María Teresa Constantin, coordinadora de arte de la Fundación OSDE. Elda Harrington y Silvia Mangialardi, directoras de los Encuentros relatan, también allí, la estadía de Kertész en Buenos Aires en septiembre de 1985, cuando fue invitado a realizar una muestra en el Museo Nacional de Bellas Artes organizada por el Consejo Argentino de Fotografía. El catálogo tiene además una exhaustiva reseña sobre la vida y el trabajo de André Kertész, escrita por Facundo de Zuviría. “Todos pueden mirar, pero no necesariamente ven.” Esa enseñanza, plasmada en miles de fotografías realizadas con la frescura de un niño, es lo que dejó como herencia el maestro André Kertész.


André Kertész, el doble de una vida
Fundación OSDE, Suipacha 658
XVII Encuentros Abiertos Festival de la Luz
Lunes a sábados de 12 a 20.
Hasta el 29 de septiembre

>> LUNES, 20 DE AGOSTO DE 2012 Página/12 :: radar.